Thursday, November 29, 2012

Avanzando

Algunas mañanas, al despertarme, tengo la sensación de que el nuevo día que asoma entre las sábanas es un mundo entero lleno de oportunidades; que cada segundo -desde los más lentos, desperezándome sobre el colchón, hasta los que escapan con prisa cuando me doy cuenta de lo tarde que llego- me puede abrir la puerta a una nueva dimensión, una realidad diferente a la que me tocaba vivir por inercia. Días en los que el destino se borra con la maravillosa magia del azar, haciendo que todo sea posible. Soñar es más fácil; reír, más contagioso. Incluso parece haber más luz.

Hay otros días, sin embargo, en que el tiempo se vuelve mecánico -no pegajoso ni ligero, sino puramente teórico y estricto- y empaña las emociones, las encierra en un marco inmóvil y las almacena como si fuesen objetos mundanos, carentes de valor. Esos días siento el hastío de la rutina, el desgaste de la mediocridad acechando en cada esquina. Los sueños se colapsan y dejan de tener sentido, y para intentar evitarlo busco agarrarme a ideas, conceptos que marcan una especie de filosofía que poco a poco he ido haciendo mía. Y personas, también me aferro a las personas. Porque, seamos sinceros, ¿qué mejor punto de apoyo para un viaje que alguien dispuesto a cambiar tanto como uno mismo? Aunque claro, luego siempre puedes cometer el error de arrastrar contigo la idea de una persona que -a pesar de que te empeñas en llevar contigo cueste lo que cueste- hace tiempo que siguió su camino. Porque si algo tenemos las personas es que cambiamos constantemente, y es terriblemente tentador pensar que nuestro círculo personal es tan estático como el tiempo de los días grises, para dar a nuestra vida un halo de estabilidad que nos hace sentir a salvo. Pero la verdadera estabilidad no puede venir de fuera. 

Y ya que hablamos de estabilidad, es preciso plantearse si esta es siquiera necesaria. Al fin y al cabo, la vida es un constante fluir de imágenes, situaciones y emociones que nunca podrán repetirse en las mismas circunstancias (dramas de vivir en un tiempo de flujo unidireccional), e intentar hacerlas durar más de lo que está en su naturaleza es forzar las cosas demasiado. Tal vez todo fuese más fácil si nos convenciésemos de que la gente cambia inevitablemente, y que el truco es estar juntos mientras se produce ese cambio, vivir experiencias junto a esas personas que ahora son nuestro punto de apoyo y crecer junto a ellas, no cargar con un peso muerto ni ser llevado corriente abajo. Disfrutar del momento (el carpe diem por todos conocido) y valorar el desapego de una base sólida, la libertad que se siente ante una dependencia relativa. 

Pero da miedo alejarse de las personas que ahora nos importan. Porque cuanto más tiempo pasamos lejos de ellas, más nos perdemos todos esos segundos -mecánicos o ligeros, da lo mismo- que nos van moldeando como el agua del río a su cauce. Tomamos formas diferentes, somos cincelados por los vientos de la vida y por las experiencias, y puede que al llegar el día en que volvemos a vernos seamos tan diferentes a lo que un día fuimos que esa persona que antes era la mitad de tu mundo haya quedado excluida de él. Por supuesto que da miedo, y tiene que darlo, porque es algo tan real como el continuo caminar de las agujas del reloj. Pero no queda otra que aprender a disfrutar de esa incertidumbre, así como sonreímos al pasar del tiempo sin saber hasta cuando podremos contar con él. Es el gran misterio de la vida, que ni es destino ni es azar; es un constante horizonte que nos obliga a seguir avanzando.

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